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martes, 27 de marzo de 2012








MI BELLA KASAJA


Era pecosa, de piel blanca, con rasgos orientales delicados (Kasajastan). Ese día nos invitaron a almorzar en un restaurante ubicado en el centro de Tokio. Profesores de diversos lugares del mundo habíamos sido invitados a realizar un tour educativo y cultural por el Japón. Dado el amor que siento por ese país, mi organismo se encontraba en un estado de efervescencia que me llevó a enfermarme días antes del viaje. Como pude, me "recuperé" y partí a la tierra que me había regalado la poesía más breve, sensible y natural, el haiku, el cine de Kurasawa y el budismo.

Me senté al lado de los latinoamericanos a departir una comida de sabores, colores y formas extrañas para mi gusto provinciano. De un cofre sacábamos porciones pequeñas de verduras, pescados, sopas llenas de cosas desconocidas, tallos, arroces. Intenté manejar los palillos y derramé varias veces la comida. Ah difícil manejar esos palillos. Yo estaba avergonzado, mis amigos chilenos y brasileros parecían nativos en el uso de los palitos delicadamente decorados con motivos japoneses tradicionales. Una joven de kimono se acercó y me pasó un tenedor. Por fin pude probar ese almuerzo tan sofisticado, en el que cada bocado me sorprendía por la diversidad de sabores. La guía, para mi desconsuelo, nos contó que para muchos japoneses el uso del cuchillo y el tenedor se asemejaba más con otras prácticas que con el acto de ingerir alimentos.

Había al fondo del restaurante un lago lleno de peces y patos, rodeado de un jardín de flores preciosas. Me levanté y me fui a disfrutar del paisaje sobrio del estanque. Había allí varias personas que departían alegremente. Me pareció que debían provenir de esos países de Europa Oriental, con sus rasgos mongoles-Más ella, que resplandecía como un hada junto al lago-. Por un momento olvidé los peces, el estanque y me dediqué a mirarla. De pronto, alzó su mano y saludó a alguien detrás de mí. Volteé a mirar y no había nadie. -¿Seré yo, maestro?- Volví mi mirada al grupo y ella me sonrió. Otra vez pensé que el destinatario de esa sonrisa era otro.

La isla de MIYAJIMA es de una belleza inigualable. Situada cerca de Hiroshima, se le conoce como la isla donde conviven dioses y hombres. Ciervos, ardillas pasean por el lugar y no se alteran ante la presencia de visitantes ruidosos que disparan sus cámaras sin cesar. Hay en aquel lugar un santuario sintoísta, famoso porque allí se celebran bodas. También se erige un templo budista, ubicado en lo alto de una colina. En grupos recorremos el lugar. Al acercarnos al templo budista, me choco con mi kasajana. -Perdón- le digo. Me mira y veo en sus ojos el reflejo de los bosques circundantes. Haciendo gala de mi inglés macarrónico le digo algo. Me llamo Mara, me dice en un inglés igual de malo al mío. Recorremos un sendero y conversamos-es un decir-.Hay en el ambiente un aire cálido y las flores parecen inclinarse a nuestro paso( en verdad, por mi atolondramiento pisé un jardín completo). De regreso, nos ubicamos en la parte alta del barco y nos deleitamos con el mar en calma.

Al otro día, a la hora del almuerzo, nos encontramos de nuevo en hiroshima. Ella estaba sentada en el piso, pues el restaurante tradicional no poseía sillas. Intenté hacerme a su lado. El golpe de un camión me envió de bruces al suelo. Al levantarme vi una mujer enorme, como un oso siberiano. Era una de las mujeres de la delegación rusa. A su lado, otro oso, más grande, se ubicaba al pie de mi kasaja. Ella frunció el ceño y con ademán triste me señalo a las dos bestias rusas. -Son mis compañeras de habitación-.

Almorcé sin gusto, sobándome a cada rato mi espalda, que sentía destrozada. Observé de reojo a mi kasaja y a las dos rusas. Mi chica-es un decir- comía de un plato diminuto. Junto a este, conté por lo menos diez platos abundantes, que las dos rusas devoraron en cosa de minutos. Intenté acercarme a la chica, pero una rusa-ahora me parecía un elefante- se interpuso entre nosotros. Mi kasaja me pasó discreta un papel que escondí atemorizado en mi bolsillo. -Bye- dijo con una voz de trueno la osa. -Vieja jijue..- le dije con sonrisa esplendorosa y pensé que lo único que faltaba era que las rusas supieran español. Huí como pude del lugar.

En la noche, me encontré con mi kasaja. Caminamos por calles llenas de luces diversas, observamos las hordas de viajeros del metro y cenamos en un restaurante sencillo. Al salir le tomé su mano. Cálida, suave. Al doblar una esquina, trOpecé con un transeúnte enorme. Al voltearme para pedir disculpas, vi a una de las rusas que como un tren sin frenos se dirigía hacia mí. Mi chica se atravesó y logró impedir una colisión fatal- para mí-.Como pude le dije que nos viéramos más tarde en el bar del hotel.

Allí estaba en la barra. Lucía un vestido de colores, suelto, que la hacía más hermosa. Conversamos un buen rato. Me contó que era profesora de alemán en un colegio femenino de Astana. Su marido, un ingeniero de obras, trabajaba para una empresa rusa. Le hablé de mi país, de las tardes soleadas y los palos de mango, del río perezoso en las mañanas de sopor, de los loros, de la música y ...de su hermosura. La conté del gusto por el baile de mis paisanos y me pidió que le enseñara a danzar como la gente del caribe. -Of course- respondí y me preparé para una noche de farra. Al llegar al hotel, me aprovisioné de una cuantas botellas de vino y salí a buscar a mi chica.

Era un poco tarde en la noche, así que decidí hacer la fiesta en el pasillo de la habitación de la chica. Pronto se nos unieron otros pofesores y mi kasaja bailó para mí un ritmo suve al vaivén de sus manos y de su cuerpo sutil. Cuando me tocó el turno, les mostré mis habilidades dancísticas que más parecían las de un mico de Borneo. Llovió el vino, unos rusos-estos parecían gacelas- nos ofrecieron caviar. Ingleses, chilenos, brasileros, dominicanos, armenios, azerbayanos, peruanos y toda una caterva de babélicos profesores descubrimos la solidaridad internacional alrededor del vino y la fiesta.


Luego de dos horas, escuchamos una alarma. -Otro temblor-pensé. Y seguimos la fiesta. Quise decir un discurso garciamarquiano cuando un japonés de traje impecable lanzó un grito que enmudeció la rumba. -A dormir- dijo. Todos obedecimos sin decir palabra. Aproveché para irme junto a mi kasaja que me cantaba canciones folclóricas de su país en mi oído. Ella abrió la puerta de su habitación y yo intenté entrar cuando me vi elevado en el aire, zarandeado por un brazo descomunal. Eran las rusas espantosas. Intenté protestar y una de ellas me dobló un brazo. La otra, con gesto imperativo le señaló a mi kasaja que entrara en su cuarto. Ella obedeció sin chistar y yo me apresté a sufrir un juicio sin posibilidad de defensa. Una de las osas me miró con ojos de asesina y me dijo: She´s a muslim-. Como pude me solté de la llave férrea de mi guardiana y salí corriendo, con tan mala suerte que me resbalé en unas botellas de vino y caí como una arepa en el piso. Vi, de reojo, que las dos mujeres se encaminaban a donde yo yacía y haciendo de tripas corazón me levanté y corrí no sin antes gritarles:-Estalinistas de mierda-.


Esa noche no pude dormir, no sé si a causa del dolor en mi brazo, de la verguenza de la paliza que me propinaron esas arpías o de la decepción por no haber disfrutado de una noche de pasión en Tokio con mi kasaja.

Al otro día la vi de nuevo. iba enmedio de los dos tanques de guerra. Al pasar por mi lado, levantó tímida su mano. Las dos rusas miraban con aire marcial hacia el frente. Allá iba, presa, sin esperanzas, mi única posibilidad amorosa en Oriente. Allá, sujetada por dos gorilas de la KGB mi bella kasaja. Ahí yo, solitario, en medio de la muchedumbre. Bye.

1 comentario:

  1. Dago, me gustó mucho su relato. Debe ser una experiencia maravillosa conocer un país tan lejano al nuestro como lo es Japón. Me divirtió mucho la descripción de su fallido intento por comer con palillos, me conmovió la descripción de la naturaleza y me contagié de la alegría de la parranda multicultural.

    Mientras leía el texto pensaba en los viajes. Dos películas han despertado en mí el deseo de conocer Japón: "Perdidos en Tokio" y "Cerezos en flor". La primera de ellas me impresionó por las imágenes de una Tokio cosmopolita, moderna y convulsionada, la segunda, en cambio, me impresionó por las imágenes del imponente Monte Fuyi; paisajes contrastantes de un país legendario y misterioso.

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