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viernes, 7 de enero de 2011



EL CIELO ES AZUL, LA TIERRA BLANCA

El sake, la cerveza, la comida, los paseos, el bar, las palabras medidas y el silencio constituyen el fermento de una relación amorosa entre un hombre viejo,Harutsuna Matsumoto y Tsukiki, una mujer cercana a los 38 años. Como la corriente silenciosa que se va filtrando sin permiso, así el amor se apodera de dos seres solitarios, cuyo punto de encuentro es el bar de Satoru, donde se bebe y se come.

Con el telón de fondo de una gran ciudad-¿Tokio?-la historia transcurre en el bar, la casa del profesor y escenarios rurales y provincianos. El bullicio citadino no se percibe en la relación, pues los lugares son serenos, tranquilos, como si fuese una historia de pueblo. Las estaciones de buses o de trenes son los referentes de las citas, punto de despegue para experiencias como recoger setas en la montaña de Tochigi. Y el bar, espacio reinante de la relación, donde a ratos se conversa y siempre se bebe, de manera desaforada. Allí se encuentran los dos personajes, solitarios, sin amigos frecuentes. Y se despliega un pentagrama de notas diversas en las cuales el silencio define las emociones.

Tsukiko trabaja en una oficina y en las noches bebe, solitaria, hasta que se un día descubre que ella y el maestro tienen los mismos gustos gastronómicos y etílicos. Jamás se habla en el libro sobre su apariencia física. Ella se reconoce como una mujer que bebe, pasea y realiza sus actividades sola. El maestro, igual. Recordé lo que dice un personaje de un relato de Marguerte Yourcenar, Cecchino del Bracchi, : "Amamos porque no somos capaces de soportar la soledad".

Al maestro su mujer lo dejó por otro, tuvo varios romances hasta que muere en una isla. Allí acuden los dos por invitación del maestro un día. Y en su relación con Tsukiko, actúa como profesor: pregunta, corrige, regaña. Aunque no hay posesión ni celos. Por periodos los dos se distancian- ella sale algunas veces con un antiguo compañero de colegio-, a veces se encuentran en el bar y no se dirigen la palabra. Y el sexo sólo se menciona al final del libro:

-Sólo me preocupaba una cosa.

El maestro y yo todavía no habíamos hecho el amor. Era un tema que me inquietaba tanto como la amenaza de una menopausia, o los resultados de los análisis hepáticos que me hacían en las revisiones médicas. El cuerpo gira en torno a tres ejes: las glándulas, las vísceras y los órganos genitales. Lo había aprendido gracias al maestro.

E
lla cree que esto no es importante, pero el profesor insiste a pesar de que hace mucho tiempo no ha hecho el amor.

Un día sucede: sin mediar palabra, nos dejamos caer en el futón. Hicimos el amor por primera vez, apasionadamente. Pasé la noche en casa del maestro y dormí a su lado. Al día siguiente, cuando abrí la ventana, los frutos de la aucuba brillaban bajo el sol de la mañana. Los ruiseñores se acercaban a picotearlos y trinaban en el jardín. El maestro y yo contemplábamos los pájaros desde la ventana, codo con codo.

Es todo. No hay escenas eróticas y los dos amantes sólo se manifiestan su amor mutuo cerca del final de la historia. Y cuando el maestro muere, le lega a Tsukiko su maletín, el que siempre lo acompañó en sus viajes.

Suelo llamarlo en voz baja:"¡Maestro!" De vez en cuando oigo su voz que me responde desde algún lugar del cielo.:"¡Tsukiko!". Preparo el tofú hervido como él, con bacalao y crisantemo. "Algún día volveremos a vernos" le digo, y el maestro me responde desde el cielo. "No tengo la menor duda". En noches como ésta, abro el maletín del maestro. En su interior no hay nada, sólo un vacío que se extiende. Un enorme vacío que crece sin parar.

Hermosa historia de amor, contenida, en la que la naturaleza despliega la belleza necesaria para dotar de sentido los encuentros, el silencio esparce la savia que enriquece las vidas y el alcohol y la comida alimentan el alma. La soledad como forma de vida, la libertad que acerca, los mutismos que son más elocuentes que las palabras, la sencillez de unas vidas que nos recuerdan el haiku de Tomiyasu Fusel:
cerezos en la noche:
Si más me alejo
más vuelvo a mirarlos

2 comentarios:

  1. Yo creo que las relaciones no sólo se alimentan de las palabras sino también de los silencios. Hay momentos en que las personas sencillamente no desean hablar, tal vez porque la mente está ausente o por cualquier otra razón. Cuando alguien comprende el propio silencio, sin reproches y sin preguntas, es como si el alma encontrara un territorio fértil, es como regresar a casa tras una larga jornada.

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  2. Lic. Dago, hermosas imagenes y muy agradable relato. La frase del personaje de Marguerite Yourcenar es buena pero no me parece que se ajuste a la idea del amor verdadero.
    Los cerezos... Cómo todo lo que nos encanta que aúnque más y más nos alejemos [en el tiempo, en el espacio] más nos volvemos a mirarlos...

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