Buscar en este blog

sábado, 9 de abril de 2011


BILL CUNNINGHAM Y EL ARTE DE MIRAR



Camino por calles bogotanas, tan colmadas de gente, y observo con interés a las personas y sus atuendos. Me seduce la variedad de prendas y colores, los estilos mezclados, los peinados que definen la adherencia a una tribu, a una época. Tan distinto de épocas pretéritas, más sujetas a un patrón dominante y hegemónico.

Las ciudades reflejan el ritmo global de la moda, y las identidades desbordan las fronteras geográficas, ratificando el papel hegemónico de la cultura en la imposición de tendencias y gustos. Pasan a mi lado jóvenes vestidos a lo gótico- con sus colores negros y maquillajes pálidos-, emos, metaleros, punks y toda la gama de tribus que habitan esta selva de cemento. Y las infaltables camisetas de los equipos de fútbol locales y extranjeros, que en ocasiones son señuelo mortal que incita a violentos y delincuentes a cometer desmanes, agresiones y asesinatos.

Existe en el ser humano una tendencia a distinguirse de los demás, a poseer cierta exclusividad que nos haga únicos, originales. Lo que sucede es que somos tantos, que cualquier intento por parecer original encuentra la réplica en otros. "Somos tantos en Ciudad de México, que cualquier idea original es compartida por millones de personas", dijo Carlos Monsivais. y como solos no somos nada, pues nos toca integrarnos en cofradías, asociaciones, clubes, tribus, partidos y cuanta agrupación nos permita sentirnos arropados por la solidaridad e identidad de grupo.


Una ruptura importante en la moda se dio en el mundo en los años sesenta. La minifalda surgió espontánea entre jóvenes que se reunían en King's Road en Londres. Una modista, Mary Quaint, la masificó y la convirtió en ícono de jóvenes ansiosos de romper con una tradición adulta, rígida, convencional. A partir de ese periodo, la mini pasó a ser prenda venerada por la chicas de todo el mundo. Y los modistas descubrieron una senda inexplorada: la arquitectura del cuerpo destacó aquellas áreas despejadas, tan obsesivamente cubiertas por la moral y las telas. Igual ocurrió con el bluyín, más antiguo y eternamente joven. De prenda informal, propia de estudiantes e intelectuales "rebeldes", pasó a convirtirse en símbolo de libertad e informalidad.


En todas las ferias y fiestas que se celebran en ciudades, pueblos y veredas de Colombia, el bluyín, junto al poncho, constituye la prendas oficial de estos eventos. Uno de los placeres que no cambio por nada consiste en observar, ojalá sentado en un café-las incontables innovaciones que las personas realizan con su atuendo. El acto de vestirse exige emplear a fondo nuestras energías para parecernos a ese imaginario despierto que habita en nuestras mentes. Está la señora que se cubre de pies a cabeza para ratificar su superioridad moral ante la denominada pérdida de los valores. Cruza por allí el cincuentón que sigue siendo hippie de corazón y de prendas. Pasa la mujer que ha aprendido a alimentar su ropero con las modas de las revistas hechas para tal fin. Una jovencita irreverente, con blusa de cintas que permite apreciar su espalda toda, atrae a los transeúntes ávidos de apreciar en toda su extensión un cuerpo joven. Volteo y aparece una mujer madura con falda corta, que camina lento, esperando concitar miradas y deseos. Tres mujeres de una secta cristiana caminan con paso decidido, faldas y vestidos largos, debajo las enaguas que restrigen las miradas indecorosas.


Por supuesto, el espejo no siempre es el mejor consejero: una mujer pasada de kilos viste una blusa corta, transparente, con las tiras del brasier asomadas. la carne se desparrama triunfante sobre la pretina del bluyín descaderado. Me parece que no le luce su pinta. Pasa junto a los taxistas que esperan a sus pasajeros y una lluvia de piropos se desgaja sobre ella. Nada está escrito, pienso, y creo que el espejo le ha mostrado a la mujer lo que los ojos de esos hombres sencillos ven: el deseo redondo.


En mi caso, confieso, me encanta más ver a las mujeres en faldas y vestidos, aunque reconozco que soy un admirador fiel del bluyín. Y me fascinan las boinas que algunas mujeres usan, a pesar de no ser el sombrero prenda usual en el costurero colombiano. Y me derrito ante la mujer que usa pañoletas, bufandas, zarcillos, aretes , collares , medias(de toda clase) y todo el arsenal de aderezos que las hacen más bellas-es mi opinión-. Recuerdo a un compañero de universidad,Toño, allá por los setenta, a quien le manifesté esta opinión. Con una cara de molestia me miró de arriba a abajo y me dijo: -Yo en cambio las prefiero naturales-.


Releo y siento que he hecho confesiones dignas de ponerme en la piqueta pública, así que resignado espero que el verdugo me conduzca a la horca y me lea el prontuario de perversiones censurables que rondan en mi cabeza.


Hace muchos años existía entre las mujeres la costumbre de peinarse cien veces el cabello antes de acostarse. Las mujeres de la casa, sin falta, ejercían este ritual, mientras conversaban sin parar. Yo las escuchaba, alelado, mientras mal llevaba las cuentas de las peinadas. Descubro que mis malas bases en las matemáticas obedecieron a que preferí prestar más atención al torrente de relatos que brotaba de sus bocas, que al monótono conteo que aseguraba un cabello sano para toda la vida. Tal vez la pérdida de cabello que me asaltó temprano en la vida sea un castigo merecido por andar metido donde no debía. En fin.


Un mirón notable es Bill Cunnigham, fotógrafo de modas del New York Times, que ha dedicado 50 años de su vida a fotografiar a los nuevayorkinos . En su bicicleta, recorre calles y distritos de la Gran Manzana, en especial Manhattan, capturando momentos memorables. "El mejor desfile de modas se da en la calle. Allí siempre habrá uno y siempre lo habrá", dice Cunningham, quien ha recibido numerosos galardones, entre ellos el otorgado por el Ministerio de cultura de Francia ,el Chevalier de lòrdre des arts et des lettres ".


Si alguna vez tuviera que cambiar de oficio, me gustaría ser como Cunningham, con mi mochila al hombro, una cámara y la fascinación que produce recorrer las ciudades, pueblos y veredas de Colombia buscando el momento especial en que alguien, una mujer, un hombre, hacen su aparición en cualquier calle luciendo esplendorosos la pinta con la cual se busca llamar la atención. Ese instante, que es una revelación, deja el sello indeleble del milagro visual que nos convierte en dioses. Por un momento.









2 comentarios:

  1. Hoy te he leído por primera vez, Dago, y estoy contento de haberlo hecho; me gusta lo que he visto. El anterior, el de Rocío, me pareció bello, más porque como sabes la conozco personalmente y he disfrutado de todo ese brillo y encanto que tan acertado y gentil describes en ella. Y éste del Arte de Mirar también me gustó mucho, me identifico contigo en esos placeres de observador. Así que de aquí en adelante te voy a seguir y, ocasionalmente, iré leyendo los anteriores. Un abrazo!!

    ResponderEliminar
  2. En mi opinión, las mujeres escogemos cómo vestirnos pensando en lograr atraer las miradas de los hombres. Pese a ello, aún me cuesta descifrar que buscan los ojos masculinos cuando miran a una mujer; uno puede escoger unos aretes que hagan juego con la ropa que lleva puesta y casi nunca los hombres lo notan; si lo notan, en cambio, las demás mujeres.

    Hace poco hice un cambio en mi cabello y cuando me miré al espejo quedé contenta con el resultado, sin embargo, los hombres que me vieron no atinaban a descubrir cuál había sido el cambio, sólo acertaban diciendo que me veía distinta; en cambio, las mujeres que me vieron, sin excepción, halagaron el color, el corte, en fin. Yo quedé un poco desconcertada porque parece que el mejor argumento para despertar una mirada masculina es lucir un profundo escote o una prenda ceñida al cuerpo, todo los demás parece invisible para ellos. Entonces parece cierta la percepción de que las mujeres en realidad nos vestimos para las demás mujeres y lo que reservamos para los hombres es la posibilidad de desvestirnos.

    ResponderEliminar