Llueve en Bogotá. Un aguacero torrencial. Miro a través de la ventana: Pasa una mujer, paraguas en mano, de prisa. La mitad de su vestuario, mojado. La imagino anhelando llegar a su casa para cambiarse y dedicarse a las faenas del hogar. Esto de la lluvia me inquieta: la miro con curiosidad, agua que se ha recogido en las nubes, proveniente de tantos lugares. Avisa pintando de negro las nubes. Por el tiempo en que dure, los humanos somos diferentes. Tiene ella la virtud de motivarnos a pensar diferente. En lo frágil de la existencia. En la gracia de la existencia. En el hogar como un refugio seguro. En la tristeza.
Siempre he vivido la lluvia como la expresión húmeda de la tristeza. Es una sensación que nos remite a los orígenes, a la eventualidad como factor determinante de los acontecimientos. Es una tristeza guapa que no se lamenta. Apenas se siente. Y nos abarca. Nos enseña a vivir- por un instante- la presencia de la mortalidad. A interrogarnos sobre nuestra presencia en el planeta. A mirar con espíritu crítico la cotidianidad y el sentido de lo que hacemos. Con aire ligero y pausado.
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