LA TIMIDEZ

El sudor es su aliado natural. El rojo, su color de identidad. Las paredes y los espacios solitarios, su guarida. El silencio, la seguridad. El balbuceo siempre le va bien, convertido luego en tartamudeo  inevitable. Así se muestra la timidez.

Había una vez un niño tímido que cuando recorría las calles de su ciudad, se recostaba contra las paredes en un intento por pasar desapercibido. La mano tocaba las  superficies rugosas o lisas,  en una suerte de sortilegio que lo hiciera invisible. Nada mas reconfortante que llegar a casa, por fin, pasada la peripecia de andar por lugares abiertos, repletos de gente. Aquella vez que una chica le sonrió, sintió el corrientazo paralizante que le impidió siquiera esbozar una sonrisa. Solo una, al menos.

Los tímidos son seres extraterrestres. Agobiados por las demandas del mundo exterior, se refugian en universos propios donde solo reinan ellos. Nada evidencia la riqueza que habita en aquellos reinos. Nadie descubre la creatividad sin límites, la potencia de la imaginación ni la reciedumbre de sus corazones. Menos aun, su enorme capacidad para amar y dar sin medida. 

Las fiestas y reuniones sociales son kriptonita para los tímidos. En esos lugares, pierden toda iniciativa y se refugian en los pequeños recodos donde nadie los vea. Como poseen sensibilidades extraordinarias, descubren pronto todas las normas visibles e invisibles que rigen esos encuentros. Observadores natos, parecen etnólogos aplicando la observación indirecta.

Si supieran la riqueza que yace como volcán dormido en cada tímido, cómo serían de distintas las cosas. Ellos solo esperan un apoyo, un pequeño empuje, la mano amiga, la palabra incluyente. Si  usted, amigo extrovertido, desea encuentros que superen el bla bla bla propio de los parlanchines, si anhela hallar los arcanos que residen en mentes enriquecidas por la reflexión constante, no lo dude, acérquese a uno de ellos y déjese llevar por las cuotas de silencio e ingenio que brotan delicados como un capullo en primavera.