LOLA
La última imagen que conservo de Lola: altiva, conducida por dos policías y una muchedumbre compuesta principalmente por mujeres. -Guaricha, puta, quitamaridos- le gritaban enfurecidos los manifestantes.
Lola llegó a mi pueblo muy joven, trece años, con su mamá y dos hermanos. Venían del Tolima, huyéndole a la violencia. Con tesón, instalaron una tiendita en su casa de arriendo. Allí vendían abarrotes, cerveza y el plus: unas empanadas exquisitas que eran la gloria de los clientes.
Tenía la joven tolimense un rostro moreno, y su mirada desquiciaba por las infinitas y seductoras lecturas provocativas que suscitaba en quienes tenían la gracia de verla. No he conocido una mujer con ese encanto innato para provocar incendios entre los hombres.
Unía a su belleza una independencia que a ratos semejaba soberbia. Ningún hombre poseía la exclusividad de su compañía. Ver a grupos de hombres departiendo en su tienda, embelesados con las risas y los movimientos sensuales de la chica, era todo un espectáculo. Cada vez que había que hacer un mandado en mi casa, me ofrecía con prontitud para hacerlo, niño de catorce años que creía que Lola era una diosa perdida en el trópico.
Muchos intentaron llevársela a vivir-sacarle pieza, se decía entonces-. Ella prefería el sutil y etéreo coqueteo con todos y con nadie. A sus 20 años, Lola era ciruela provocativa, eterno tormento de sus numerosos enamorados.
Un día conoció a Manuel, un ganadero joven, por quien sintió una atracción desconocida. El rostro de la mujer cambió: de la gracialigera pasó al arrobamiento. Parecía distraída, sumida en sus pensamientos enamorados.
Manuel tenía mujer y dos hijos. Decidido a conquistar a Lola, se largó de su casa. E invitó a su enamorada a irse a vivir con él. Lola no aceptó. Una mañana de domingo, Manuel la golpeó en una calle concurrida. Con su nariz rota, el rostro inflamado por los golpes, la mujer le dijo suave, sin alterse: -No soy de nadie. Vaya a atender a su mujer, que mucho lo necesita-.
Lola descubrió la fórmula infalible para ser feliz. Hombre que le gustaba, hombre que se acostaba. -No me amarro con nadie- decía. -Los hombres parecen domadores de caballos, quieren tenerla a una bajo sus pies-.
Pueblo pequeño, infierno asegurado. La moral pública comenzó a hincharse hasta que estalló la rebelión de damas y caballeros puros, que intentaron lincharla. Cada frase rabiosa era pedrada certera en el alma de una mujer para quien la libertad no tenía precio. Sólo faltó que la apedrearan. Escoltada por dos agentes, subió a un bus de la Rápido Tolima y no supimos más de ella.
A veces me imagino que Lola regresa, exquisita, con el donaire de las palmeras, altiva, y yo la saludo y le acaricio su cabello negro que se precipita sobre sus hombros de miel. y le agradezco por haberme enseñado que el amor es posible cuando se ama sin ataduras.
Manuel tenía mujer y dos hijos. Decidido a conquistar a Lola, se largó de su casa. E invitó a su enamorada a irse a vivir con él. Lola no aceptó. Una mañana de domingo, Manuel la golpeó en una calle concurrida. Con su nariz rota, el rostro inflamado por los golpes, la mujer le dijo suave, sin alterse: -No soy de nadie. Vaya a atender a su mujer, que mucho lo necesita-.
Lola descubrió la fórmula infalible para ser feliz. Hombre que le gustaba, hombre que se acostaba. -No me amarro con nadie- decía. -Los hombres parecen domadores de caballos, quieren tenerla a una bajo sus pies-.
Pueblo pequeño, infierno asegurado. La moral pública comenzó a hincharse hasta que estalló la rebelión de damas y caballeros puros, que intentaron lincharla. Cada frase rabiosa era pedrada certera en el alma de una mujer para quien la libertad no tenía precio. Sólo faltó que la apedrearan. Escoltada por dos agentes, subió a un bus de la Rápido Tolima y no supimos más de ella.
A veces me imagino que Lola regresa, exquisita, con el donaire de las palmeras, altiva, y yo la saludo y le acaricio su cabello negro que se precipita sobre sus hombros de miel. y le agradezco por haberme enseñado que el amor es posible cuando se ama sin ataduras.
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