Los pueblos reales e imaginados forman parte de nuestras representaciones sentimentales. Macondo, Comala, Guaduas, Honda son mis referentes a la hora de radiografiar momentos memorables de mi vida. En la memoria se construyen- arquitectura de la imaginación- la luz, el ambiente de esos pueblos: la luz agobiante que se mezcla con los tonos oscuros de sitios y calles donde viven los muertos en Comala; la luz prodigiosa del trópico con las sombras de las tragedias que se abaten sobre el lugar en Macondo.
Establecer una conexión profunda con un lugar significa navegar entre lo real y la imaginación. Las calles que se recorren adquieren visos de fantasía y aventura, de solaz e inquietud. Cada espacio contiene la suma de intercambios y miradas que se transforman con el tiempo y el recuerdo. Guaduas, por ejemplo, tiene el tono verde de sus montañas, el calor de sus días y las emociones que componen el panorama de una existencia vivida en las interacciones con personas y objetos. A veces me parece percibir un aire macondiano en mi Guaduas, en un juego en el que realidad y ficción se confunden y plasman escenarios prodigiosos, dignos de película.
Hemos visto dos puestas en escena de Pedro Páramo y Cien Años de Soledad; la primera, una película de Rodrigo Prieto, la segunda, una serie dirigida por Laura Mora y Alex García. Mis expectativas iban por la curiosidad de observar la manera como estas producciones encaraban la construcción de los lugares. Reto arduo, dada la popularidad de las novelas y el impacto de Comala y Macondo en nuestras representaciones sociales y culturales. Me parece que las producciones logran transmitir el encanto y la complejidad de los pueblos, de crear sensaciones de agobio, exuberancia, sofoco, pesadez, misterio y movimiento.
Tan real es Macondo en nuestras mentes como lo es el lugar o lugares donde transcurren nuestras vidas.
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