Éramos 80 maestros de diversos lugares del planeta. El salón estaba repleto. Un concierto de lenguas semejaba una babel contemporánea. El maestro de ceremonias habló y un traductor nos comunicó en inglés el mensaje. Un grupo de alumnas del colegio de bachillerato en no recuerdo cuál prefectura de Tokio se disponía a danzar para los profesores visitantes.
Primero, las venias. Chicas sonrientes, cada una portando un abanico. Comienza la música, suave, como una brisa del bosque. Los pies se mueven en pasos cortos y los brazos se extienden y realizan movimientos delicados, sutiles. Las manos, esas manos, nos transmiten mensajes de bondad y armonía. Esas manos.
Las manos. ¿Acaso hay instrumento mas complejo para producir belleza, desde la danza hasta la filigrana? El pintor con su pincel realiza trazos finos que se convierten en mensajes para deleite de todos; El latonero transforma las abolladuras del vehículo en superficie perfecta; el panadero hace de la harina la provocación de las papilas gustativas; el músico usa sus manos para transmitirnos el lenguaje universal que nos reconcilia con la vida; la maestra dirige los trazos vacilantes de los niños y los introduce en el universo de los signos; la madre acaricia el rostro de su hijo y una cascada de emociones se desprende e impregna el ambiente. Las manos.
Hay manos que hieren, que matan que roban, que golpean. Esas, las que gobiernan el mundo. Las que no soportan la bondad y están listas para descargar el bofetón. Son cadenas pesadas, tormento devastador.
Me quedo con las manos amorosas, las de mujeres que apenas despunta la luz de la mañana se levantan a armar las empanadas, las arepas para vender, las que barren las calles, recogen la basura, preparan el desayuno a sus hijos.
Manos como una danza japonesa.
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