La madre toma de la mano a su hija casi adolescente y se dirige a la sala de cine del barrio. Ambas, peinadas como si el viento hubiese sido el peluquero borracho, sus vestidos de colores y sonrisas para saludar a doña Gracia, a don Tomás, para evadir a los piropeadores ociosos de la esquina. Ella sabe que en realidad cumple una cita con su amor de siempre, ese hombre cuyos labios la acarician en las noches silenciosas de junio. Marcelo, Marcelo, musita y su pensamiento vuela hacia Roma.
Madre e hija juegan a atrapar la brisa juguetona que enreda sus cabellos, ladean sus cabezas, agitan sus manos olorosas a perfume. Y sonríen. Entran a la sala de cine y al apagarse las luces, emerge en la pantalla el hombre, deseable, fresco, evadiendo las trampas de la seducción que otra, en la pantalla, le tiende.
Termina la función y se dirigen al puesto de frutas de Pachito. Mango, patilla y mandarina. ¡Qué delicia! Luego, el paseo final: al puerto. Ella camina y el viento la saluda, le agita sus faldas y la melena se alborota. La mujer se convierte en patilla, en mango, en mandarina. Ella no es Remedios la bella, así que no sube al cielo. Levita apenas unos centímetros del suelo, los suficientes para ocasionar un revolcón en el mar. Suben las olas y en cada movimiento, peces multicolores saltan y saludan a la mujer.
Llegan a su casa. Humilde, limpia y acogedora. Es hora de quitarse las galas. De ponerse la bata de algodón, de dar de comer al gato. ¿Qué sería Marcelo en su casa? ¿generoso, colaborador, amoroso? ¿Patán, violento, flojo? . Ella se siente suficiente para vivir, para compartir, cuidar y amar a su hija. Marcelo sería apenas un ratico, un momento que pasa.
Excelente dago
ResponderEliminarGracias, apreciado Freddy.
EliminarAgradable..sugestivo. Gracias Dago, un abrazo.
ResponderEliminarAbrazos!
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