HABLAR SABROSO
En el recinto, era el personaje menos notorio. Nadie le prestaba atención. Otras, otros se robaban las miradas. Hasta que comenzó a hablar. Un silencio sacro se apoderó de la sala y como mariposas al vuelo, sus palabras nos transportaron a la montaña sagrada, donde descienden raudas las quebradas y el monte nos abraza, acogedor.
Yo me los he encontrado muchas veces. Su apariencia pasa desapercibida: el gordo enfundado en un traje pasado de moda, con su caminar de toro cansado; la mujer que mira con sus gafas gigantes y combina mal el vestido y la chaqueta; en alguna ocasión le vi a alguno su camiseta agujereada justo en el sobaco. Rara vez armonizan la elocuencia y la presencia.
Claro que hay excepciones: la pinta encantadora y la palabra soberana. Esas, esos tienen la ventaja inicial de encandilar al público. Pasado un rato, solo quedan las palabras.
A mí me encanta el uso ingenioso del verbo. Tantas veces he sido víctima de la celada que me tiende un orador, sentado en el Olimpo, ejerciendo su magisterio verbal. Yo lo escucho embelesado y el tiempo parece no existir. Solo el ritmo cadencioso, el tono preciso, la ingeniería sutil para encadenar las palabras, los giros inesperados, el humor, la riqueza del argumento. ¿Acaso hay placer mas gustoso que una buena conversación donde la imaginación reina de manera absoluta y cada enunciado es caricia y acicate?
Sea en el paraninfo o en el café, en la plaza pública o en el bar, en la casa o en la calle, la riqueza verbal es tesoro preciado que vale la pena cultivar. En tiempos de celulares y virtualidad, bien vale la pena ejercer el sagrado derecho a disfrutar de la palabra hablada.
A veces me sueño que un dios airado me castiga de la manera mas infame: a vivir en Laconia, rodeado de sombras y silencio.