LUIS ACOSTA
Lo recuerdo siempre con su sonrisa generosa, atenta a los comentarios de sus amigos, con la broma precisa, con el estallido constante de carcajadas por cualquier motivo. Màs de treinta años administrando canchas de tejo y en un periodo, el Café Real. Ahora ya no está, ha muerto LUIS ACOSTA.
Muchos guadueros compartimos tardes y noches de tejo y farra en su negocio cerca de la Piscina Municipal. Lugar de encuentro en el que compartíamos los últimos chismes, las bromas eternas a los amigos y a ratos, las penas desnudadas por los ríos de aguardiente y cerveza. En su negocio éramos los reyes del momento, pregoneros de conquistas amorosas que se convertían en epopeyas al calor de las canciones de JULIO JARAMILLO, JOSÉ ALFREDO JIMÉNEZ y tantos otros agitadores del amor y el desamor. En las noches, cuando el trago había cumplido con su deber, se escuchaban cuitas y declaraciones sentidas por la amada.
Alguien me dijo algo hermoso: Luis atendió borrachos toda su vida. Es cierto, Luis fue el hombre que compartió con sus amigos un momento esplendoroso de la vida de los seres humanos: el tiempo en que el trago nos hace levitar, vagar por senderos ocultos, prohibidos, en la búsqueda ansiosa de eternidad.
Ah, Luis, ojalá que si existe el paraíso, logres montar una juega de tejo, para bien de todos los amigos que se han muerto, y de los que pronto o tarde nos iremos.
Gracias, Dago, por este texto. Para los que no son de Guaduas tal vez no sea fácil comprender la importancia de un nombre, el vacío de la desaparición de una persona que vimos por tantos años. Yo conocí a Luis Acosta cuando era muy niño porque iba a jugar ping pong a su club. Un poco más grande aprendí también a jugar tejo (mini-tejo) y billar, ya con unas cervezas en la mano en vez de pony malta. Hablo de vacío porque yo creo que Guaduas no es un lugar en el mundo. A Guaduas lo hacen las personas que lo habitan, pero especialmente aquellas que aportan un elemento esencial en la vida de los demás. Pepe, otro gran guaduero, aportó sus increíbles historias. Luis aportó su insuperable club de tejo. El profesor Miguel nos enseñó filosofía al son del aguardiente. Tantos otros... Siento que esas personas que hacen el Guaduas que yo conocí, mi Guaduas, se están yendo. Por lo tanto, Guaduas con ellos. Quién sabe qué Guaduas están viviendo los nuevos, cuáles son los personajes que le dan sentido a las vidas de los que vienen.
ResponderEliminarEso es
ResponderEliminarHace poco realmente, viajé a Guaduas. Encontrar cerrada la primera puerta, el portón, ya me hizo saber que nadie había en la casa de Dago, siempre abierta; ‘golpié’ no obstante hasta la desolación. Como tantas veces me encaminé entonces hacia donde don Luis Acosta, sufriendo el paso por la cárcel (no constaté si permanecía ahí) y gozando el canto verde de la quebrada. Tomaba cervecita con un cliente solitario, de rostro, quién sabe porqué, huraño. Solitario también pero acompañado ya me acomodé en mi mesa, de silla metálica, un tanto fría al principio, en el centro del costado derecho entrando, desde donde dominaba a mis anchas el panorama todo. Al poco rato escuché Flor sin retoño y El ginete, en la voz conmovedora de Pedro Infante, sin yo haberlo pedido, por pura complicidad tácita ya añosa. Seguimos sembrando flores y cabalgando por lejanas montañas, empujados por vientos inciertos, desconocidos, no convocados. En un paréntesis, aprovechando la segunda servida, hicimos un repaso rápido desde 1986 cuando Dago me llevó por primera vez, y comentamos animosos los cuadros de los perros que adornaban la pared de ese lado, jugadores maliciosos de billar y de barajas. Pepeciano me pareció a veces alguno. Hablamos también de los finos espejos publicitarios de Poker y Costeña allí colgados, que, hijo de un obrero de la Cervecería Bavaria de Manizales, llevaba conmigo desde la infancia. Me contó que todavía los amigos iban a jugar tejo pero ya no como antes y que los muchachos jugaban ahora menos ‘pinpón’; rápidamente esto, porque el chirrido de reacomodo de la silla de su cliente solitario clamaba ya con desespero. Las incrustaciones de oro de su dentadura me llevaron una vez más a divagar por el mundo de costumbres ancestrales. Fui al orinal y, como en toda ocasión, al pasar por el mostrador miré el arrume de casetes desgastados y de reojo detenido miré, como siempre, la amplia ‘cortina floriada’ que demarcaba su cuarto (así lo consideraba yo, al menos), imaginando siempre lo que encontraría al descorrerla. Eché de menos en rotundo silencio a la mujer fornida de piel canela, gustosa, a quien me había acostumbrado a ver destapar la cerveza que don Luis repartía por las mesas en los tiempos de mayor concurrencia. Siempre la imaginé tolimense: de tamal e insulso. Por todo eso, el desconcierto y los indefensos lamentos al leer la nota luctuosa de Dago, que inevitablemente me condujo a Adriano Madariaga, profesor ‘nortesantanderiano’ llegado a Guaduas sólo quién sabe en que aventura o en qué tipo de desplazamiento diferente; consentidor ‘alcagüeta’ de mis pequeños de entonces en la tiendita esquinera de la vecina de Dago, el igualmente pequeño Adriano. Allí, a su vez, nos ‘alcagüetiaban’ a todos nosotros (deseo seguir siéndolo), en veces grupos de ocho o diez, con bandola madariega y tiple de golpe erudito de otro don Luis, altísimo y delgado, descendiendo al Caribe en notas de otro Luis, Lucho Bermúdez, transportados por el vuelo ‘dedal’ de un maestro guaduero del clarinete. ¿Cómo no dejar que corra libre esta lágrima amorosa?
Rubén Arboleda
2010-05-23