Viajar parece ser, en ciertos casos, la búsqueda de un lugar que se ha pegado en el alma, la sensación de añoranza que se ha quedado grabada en el cerebro, la constatación de que existe un sitio semejante al que habita en los más íntimo de nuestro ser. Para mí, ese lugar se llama Mompox.
Lo visité hace muchos años en compañía de mis amigos David y Delfina y además tuvimos la dicha de viajar de Mompox a Magangué en planchón por el río Magdalena. Un viaje inolvidable, en el que creí esta viajando por el mar, tal la inmensidad del río en aquella parte.
Fue aquel viaje y la lectura de El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez los que de alguna manera convirtieron ese lugar en un espacio añorado al cual anhelo volver algún día. Si bien es cierto que la novela transcurre en Cartagena, mucho del ambiente de la ciudad amurallada de finales del siglo XIX y comienzos del XX se respira allí.
He visitado muchos pueblos de Colombia, pero solo allí experimenté la sensación de lentitud, el ritmo delicado que nos conduce sin premura a sitios de belleza inigualable, bajo el sol canicular que se doblega con un jugo helado de corozo. Escribe Anamaría Leaño, en la página de la Universidad de los Andes:
Es la misma sensación que experimentan otros viajeros. Porque conocer tres calles basta para caer redondo ante sus encantos. La calle Real del Medio, la de la Albarrada y la de Atrás están llenas de historias y de gente dispuesta a contarla. La del Medio —justo al lado de dos de las casas coloniales más reconocidas: la de la Cultura y el hotel Doña Manuela—es la de los talleres de filigrana, en donde familias enteras trabajan con hilos de oro y plata, tan gruesos como un cabello, en la elaboración de delicadas joyas. Si pasas a la de Atrás comienzas a ver el abrebocas de la ebanistería momposina, que se aglomera completa en el Sagrado Corazón —fuera del centro—. Y si vas por la calle de la Albarrada disfrutas del paisaje y el fresquito que trae caminar por la orilla del río, mientras pruebas dulce de limón y queso en capas que te ofrecen en cada esquina.
A mí me ocurrió que vi pasar a Fermina Daza una tarde mientras paseaba por el río, del brazo de Florentino Ariza. Se habían escapado de las páginas del libro y en un arrebato que solo yo conozco, decidieron perderse en las calles en las que descansan grandes casonas de rejas forjadas a mano, corredores, zaguanes y árboles frondosos y el río Magdalena, tan amplio de cauce, tan generoso de viento: "Mompox, tierra de Dios,/ en donde se acuesta uno y amanecen dos./Y si sopla el viento amanecen cientos./ y si vuelve a soplar ya no se pueden contar.
Allí volveré, con mi Fermina a extasiarnos con las ventanas, portones y fachadas, patios interiores y la alegría paciente de sus moradores. Caminaremos en la noche por la avenida que colinda con el río y disfrutaremos del sonido de los pájaros que arman bulla temprano en la mañana.