Existen maneras diversas de relacionarse con el mundo, de descubrir las sutilizas de la existencia y una que valoro es la del conocimiento que nos brindan los libros. No es la mejor; tampoco, la peor. Es una. Su riqueza radica en la oferta inagotable de historias, de mundos posibles que nos permiten observar los hechos, las circunstancias de la vida y nos desvelan los misterios que subyacen en nuestro interior.
Cuenta Irene Vallejo en el País que "en los veranos de infancia y sed, tu madre repetía: no dejes de asombrarte cada vez que abras el grifo. Y cuando girabas la manija, te parecía que el chorro brotaba como riéndose y silbando, sorpresa, sorpresa. Ella intentaba que retuvieras ese instante de fascinación, que conservaras siempre viva la admiración por esos avances, ya rutinarios".
Sea por medio de las páginas de un libro, de una pantalla digital, de la observación atenta de las cosas que pasan a nuestro alrededor, lo único valioso consiste en mantener la curiosidad, el asombro, para que los días se vayan tejiendo como alfombras de pétalos y el cielo siempre brille con luz nueva.
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