ARRAIGOS Y DESAPEGOS
De niño, todos los días la aventura inagotable de recorrer las calles, jugar al fútbol, conversar sin fin en alguna tienda o en la esquina, descubrir las delicias de la seducción y creer que ese lugar y esas vivencias son para siempre. Un día, te encuentras rumbo a la capital, la maleta escasa, los temores revueltos. Empiezas, sin saberlo, a ser otro.
La ciudad te parece caótica, inconmensurable. Poco a poco, aprendes la cartografía urbana y te conviertes en perito de calles y rincones, y recuerdas a tu pueblito, tan colgado de la montaña en la distancia. La ciudad te ofrece las tentaciones que siempre anhelaste, las sorpresas que no caben en tu imaginación. De tu pueblo, la familia, el río, los amigos y el llamado de la selva.
Pasan los años y un día te ves repleto de calendarios. La ciudad te ha transformado. Aprendiste a convivir contigo mismo, a eludir los peligros cotidianos y un álbum de experiencias atado a la urbe te refleja ahora. Y dices como María Alejandra Argel: Yo aprendí a amar esta ciudad por el carácter titánico con el que me quitó mis primeros paraísos (Bogotá, la ciudad de los paraísos perdidos, 15/04/18, El Espectador).
Un día sientes una ausencia, un vacío. Deseas retornar a tu pueblo. Allí están los vínculos que te acercan a la infancia, a la adolescencia. Al final. Otro, sabe que no hay retorno posible, que la vida que se construyó en medio del frenesí urbano es el otro paraíso.
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