En "la carretera", la novela de CORMAC McCARTHY, un hombre y su hijo recorren a pie los Estados Unidos. Van hacia el sur. Es un viaje hacia lo desconocido, pues "algo" (¿una explosión nuclear?) ha exterminado a la mayoría de seres humanos y sólo quedan pequeños grupos que deambulan por diversos lugares del país. Algunos de ellos son caníbales, por lo que se hace necesario andar con cuidado por parajes desolados, oscuros, sin agua. Se ha acabado la comida, no hay provisiones y los campos son áridos, envueltos en nubes grises.
El viaje los conduce por lugares desconocidos, no existe una ruta definida. Deben sortear numerosos peligros y las condiciones del medio ambiente son hostiles. La búsqueda incesante de agua y comida los obliga a tomar decisiones riesgosas para sus vidas. Al hombre lo motiva la lucha por mantener con vida a su hijo, quien se aferra a los valores prístinos, elementales del bien y del mal y de la confianza en que éste último prealecerá sobre el primero.
Cada situación comporta un riesgo definitivo, por lo que padre e hijo caminan sobre el filo de una navaja. La serenidad del hombre, los temores del niño, son los dos extremos que se unen para darse aliento y fortaleza. El destino es incierto y el sur es cualquier punto. La esperanza de alcanzar un destino es frágil, y es esa esperanza la que logra blindarlos con las energías para no permancer en un mismo lugar.
¿Una parábola? tal vez. Ha dicho César Antonio Molina que "el viaje fue quizás una de las primeras manifestaciones o consecuencias de la pérdida del paraíso". En este caso, la incertidumbre, la deseperanza y el miedo acompañan a los dos viajeros. Quedan sólo el amor y la ilusión de encontrar un refugio seguro, en un ambiente extremo, plagado de peligros, donde la esperanza es remota y sólo pervive el amor filial. El hombre, que está enfermo, lucha de forma denodada contra la muerte. Teme por su hijo y cada palabra se carga de fortaleza, de enseñanza vital. Al final, muere. Una mujer recoge al niño:
La mujer al verle lo rodeó con sus brazos y lo estrechó. Oh, dijo, me alegro tanto de verte. Aveces le hablaba de Dios. El intentó hablar con Dios, pero lo mejor era hablar con su padre y eso fue lo que hizo y no se le olvidó. La mujer dijo que eso estaba bien. dijo que el aliento de Dios era también el de él aunque pasara de hombre a hombre por los siglos de los siglos.
Una vez hubo truchas en los arroyos de la montaña. Podías verlas en la corriente ambarina allí donde los bordes blancos de sus aletas se agitaban suavemente en el agua. Olían a musgo en las manos. Se retorcían, bruñidas y musculosas. En sus lomos había dibujos vermiformes que eran mapas del mundo en su devenir. Mapas y laberintos. De una cosa que no tenía vuelta atrás. Ni posibilidad de arreglo. En Las profundas cañadas donde vivían todo era más viejo que el hombre y murmuraba misterio.
El fin del mundo es una de nuestras preocupaciones más antiguas. Yo creo que desde que empezamos a hablar. O antes. Para muchos el fin del mundo ya llegó pero sus vidas no se han ido con él. Haití sigue igual que el primer día de terremoto. Eso es el fin del mundo para los haitianos. En Colombia para los desplazados por la violencia, eso es el fin del mundo. El fin del mundo no acaba para muchos. Ojalá hubiera un comienzo.
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