CELEDONIA
Nadie sabe cómo fue capaz de llevar a cuestas a su hijo enfermo, desde Guaduas hasta el hospital de Honda. Treinta y seis kilómetros por elCamino Real. Se sube por una loma empinada y luego se desciende hasta encontrarse con el río Magdalena. Luego, el regreso. Más de 20 kilómetros de ascenso, con un clima abrasador. ¿Cómo logró aguantar estas jornadas extenuantes, con su hijo ora sobre sus hombros, ora a sus espaldas, ora en sus brazos? Seguramente se detuvo muchas veces, sin fuerzas. La fiebre de su niño fue el aliciente para levantarse nuevamente y emprender la marcha por trochas inhóspitas.
Jamás la oí quejarse. Cocinar, alimentar a sus hijos, hacer coronas para los muertos, barrer, trapear, cargar la ropa propia y ajena hasta el río, lavarla, volverla a cargar para luego plancharla-con esas planchas de hierro que se calentaban con carbón-. Y cuando alguien enfermaba, la elección acertada de la planta, el zumo, el rezo. Algunas noches, cuando alguien le regalaba un paquete de dulces, se metía en su cama a devorar con deleite los caramelos. Siempre me pregunté si para ella los días eran del mismo color, si en su corazón había fracturas ocasionadas por un destino tan injusto con el género femenino.
Le encantaba que le leyera el periódico: crónicas de accidentes de carros, muertes de bandoleros, asaltos bancarios, crónicas domésticas. En la cocina, mientras metía los palos al fogón y disponía de las cosas para el almuerzo, yo "decodificaba" las historias narradas en una época tan patriarcal y excluyente. Ese universo de humo era su reino. Allí nos congregábamos todos, al calor de la lumbre.
No había reproches para nadie. Ni para su marido, que la había abandonado a medias por otra. Ni para las pilatunas de sus hijos. Ni para la vida. Cada noche, en su cama, el rosario. Las pepas de la camándula se desgranaban en sus manos al calor de las oraciones a la Virgen del Carmen, San Judas Tadeo y otros. Y luego, el cepillo que se deslizaba por su larga, lisa y negra cabellera. De indígena. Era su ritual íntimo. Diez, quince minutos.
Nos enseñó que el amor era silencioso. Cosa de obras para servir a los demás. Cuando murió, tenía en un viejo baúl las telas-cortes, se decía-para posibles vestidos que nunca se hizo. Y una que otra joya que se quedó esperando ser exhibida.
Pasó por la vida sin reproches, con una disposición para servir a los demás, sin esperar nada, sabedora de la felicidad que causaba en los que la rodeaban, sutil artesana familiar que nos moldeó con manos amorosas.
Tal vez en el cielo converse con Gregorio Hernández-el médico venezolano venerado en la América Hispana- mientras mete en el fogón los leños y prepara una cena abundante para ángeles y almas liberadas de las angustias terrenales.
Le encantaba que le leyera el periódico: crónicas de accidentes de carros, muertes de bandoleros, asaltos bancarios, crónicas domésticas. En la cocina, mientras metía los palos al fogón y disponía de las cosas para el almuerzo, yo "decodificaba" las historias narradas en una época tan patriarcal y excluyente. Ese universo de humo era su reino. Allí nos congregábamos todos, al calor de la lumbre.
No había reproches para nadie. Ni para su marido, que la había abandonado a medias por otra. Ni para las pilatunas de sus hijos. Ni para la vida. Cada noche, en su cama, el rosario. Las pepas de la camándula se desgranaban en sus manos al calor de las oraciones a la Virgen del Carmen, San Judas Tadeo y otros. Y luego, el cepillo que se deslizaba por su larga, lisa y negra cabellera. De indígena. Era su ritual íntimo. Diez, quince minutos.
Nos enseñó que el amor era silencioso. Cosa de obras para servir a los demás. Cuando murió, tenía en un viejo baúl las telas-cortes, se decía-para posibles vestidos que nunca se hizo. Y una que otra joya que se quedó esperando ser exhibida.
Pasó por la vida sin reproches, con una disposición para servir a los demás, sin esperar nada, sabedora de la felicidad que causaba en los que la rodeaban, sutil artesana familiar que nos moldeó con manos amorosas.
Tal vez en el cielo converse con Gregorio Hernández-el médico venezolano venerado en la América Hispana- mientras mete en el fogón los leños y prepara una cena abundante para ángeles y almas liberadas de las angustias terrenales.
Qué hermoso retrato de Celedonia. No la conocí, pero a través de las líneas pude hacerme a una imagen de ella: sin duda alguna una mujer con una gran fortaleza interior y con una capacidad de amar sin límites.
ResponderEliminarAdmiro profundamente el género femenino, al cual pertenezco, por personas como Celedonia, como mi mamá, como tantas otras; todas ellas fuente inacabable de sabiduría para aquellas que apenas empezamos a develar la enorme riqueza que alberga el espíritu femenino.